(Cuento tradicional alemán)
Hace 200 años vivía el rey Federico Segundo de
Prusia. Federico era uno de los reyes alemanes más poderosos de su tiempo.
Doscientos mil soldados formaban su ejército. Los territorios de su reino eran
casi tan grandes como el territorio que ocupan El Salvador, Nicaragua y Costa
Rica o la Amazonía. La capital del reino era la ciudad de Berlín.
El rey Federico tenía un palacio en las
afueras de la capital. Ahí se retiraba a descansar y gozar de la tranquilidad
de sus jardines y bosques. Pero desgraciadamente junto al palacio había un
molino de viento. Este molino pertenecía a un señor que lo usaba para moler los
granos de trigo hasta convertirlos en fina y blanca harina. Apenas soplaba el
viento, comenzaban a girar las grandes aspas. Estas a su vez movían las ruedas
de piedra, que comenzaban a moler; y todo junto hacía un escándalo que llegaba
a muchos metros de distancia. El rey se molestaba, pues decía que con ese
escándalo no podía ni pensar ni trabajar. Mucho menos descansar.
Por fin un día mandó llamar al molinero y le
dijo:
- Usted comprenderá que no podemos seguir
juntos en este lugar. Uno de los dos tendrá que retirarse. ¿Cuánto me puede dar
usted por este palacio?
Al principio el molinero no le entendió y por
eso el rey le explicó:
- Usted no tiene dinero como para comprar este
palacio. Por eso será mejor que me venda su molino.
Bueno, le dijo el molinero, yo no tengo dinero
como para comprarle su palacio, pero usted tampoco puede comprarme el molino.
El molino no está a la venta.
El rey pensó que el molinero quería lograr un
buen precio y por eso le ofreció más de lo que valía la propiedad.
Pero el molinero volvió a decir:
- El molino no está a la venta.
El rey le ofreció una asuma aún mayor.
Entonces el molinero le dijo:
- No venderé el molino por ninguna suma. Aquí
nací y aquí quiero morir. Yo recibí este molino de mis padres y quiero
dejárselo a mis hijos para que vivan al amparo de las bendiciones de sus
antepasados.
El rey perdió la paciencia. De mal talante le
dijo:
- Hombre, no sea terco. Yo no tengo por qué
seguir alegando con usted. Si no quiere hacer un trato que le conviene, llamaré
a unos entendidos para que digan cuánto vale en realidad ese molino viejo. Eso
será entonces lo que se le pagará a usted y mandaré arrancar esa máquina.
Tranquilamente el molinero se sonrió y le
contestó a Federico:
- Eso lo podrá hacer usted si no hubiera
jueces en Berlín.
El rey lo contempló en silencio. Contaba la
gente de aquel tiempo, que en lugar de enojarse, agradeció esas palabras. El
molinero confiaba en los jueces de su reino; el molinero sabía que el rey
respetaría la ley.
Federico no insistió más. El molino quedó en
su lugar como un monumento a la justicia ciega. Tan ciega, que no distingue a
un rico de un pobre ni a un rey poderoso de un humilde molinero. Durante 200
años llegaron personas de todas partes del mundo a visitar ese lugar y a oír la
historia del molinero y el rey.
En la última guerra mundial, una bomba de las
tropas enemigas destruyó tanto el palacio como el molino. Pero la historia no
se olvidará.
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